El Mítico Camarín de Julio Sosa

El “Varón del Tango”
debutó en un bar de Chacarita a los 23 años.
Y hasta dormía allí.
Llegó a Buenos Aires como casi todos los inmigrantes: en una mano, una valijita llena de sueños; en los bolsillos, escuálidos cuatro pesos. Fue el 15 de junio de 1949 y tenía apenas 23 años. Diez años antes había cantado en público por primera vez en un concurso de aficionados. Después, también lo había hecho en Las Piedras (su ciudad), en algún café de Montevideo y hasta había grabado cinco temas con la orquesta de Luis Caruso. Pero apuntaba más alto. Entonces, con el envión anímico y económico que le dieron sus amigos, cruzó el río, desembarcó en la Ciudad como Julio María Sosa Venturini y con su presencia y su voz se convirtió en un ídolo llamado Julio Sosa.
En esa primera etapa había más espinas que rosas. Sin embargo, la suerte estaba de su lado. Primero un amigo lo recibió en su casa. Pero enseguida se instaló en una pensión y buscó un lugar donde cantar. Lo encontró en el barrio de Chacarita. Era un viejo café que desde la década del 20 estaba en Jorge Newbery 3563, a media cuadra de lo que hoy es la avenida Córdoba. Los más viejos lo conocían como Bar Cacheda, aunque desde 1945 llevaba otro nombre: Café Los Andes. Fue una rara coincidencia: Sosa buscaba la cumbre y el lugar que eligió para su debut llevaba el nombre de la cordillera con las montañas más altas de América.
“Dicen que cuando uno entraba al salón el escenario estaba en la mitad, sobre la pared de la derecha; a unos metros había una escalera que llevaba hasta un cuartito en la parte de arriba”, recuerda ahora Ricardo Aráuz, actor, director teatral y dueño del local que desde hace 15 años (se cumplirán el 2 de julio) se convirtió en el Teatro Gargantúa. Según le contaron viejos habitués (entre ellos la actriz Anita Almada) por aquel café ya habían pasado figuras tangueras como Genaro “el tano” Expósito, Jorge Vidal y Alberto Marino. También le dijeron que en aquel cuartito, junto a la terraza, alguna vez Sosa se había quedado a dormir.
La primera actuación fue a pocos días de su llegada, como confirma una placa de bronce en una de las paredes del café. “En este lugar, en junio de 1949, debutó en la Ciudad de Buenos Aires Julio Sosa ‘El varón del tango’. Homenaje de la Legislatura-4 de noviembre de 2010”, dice el texto. Y enseguida se formó un grupo de seguidores del cantante. Cuentan que uno de esos fans (se llamaba Carlos Curcciani) lo vinculó con Raúl Hormaza, un presentador y poeta del medio tanguero. Hormaza lo conectó con el bandoneonista y director Armando Pontier, quien tenía una orquesta con el violinista y también director Enrique Mario Francini. Otra vez el viento soplaba a favor de Sosa. Pontier lo escuchó el 31 de julio de ese año. Al día siguiente, Julio debutaba en la orquesta cantando Lloró como una mujer .
Lo demás es conocido. Primero la orquesta de Francisco Rotundo; luego, otra vez Armando Pontier y después el gran éxito como solista, acompañado por la orquesta de Leopoldo Federico, hasta noviembre de 1964. “Para nosotros Julio sigue estando aquí”, dice Aráuz en alusión al ámbito del actual bar y teatro Gargantúa. Y por eso en el camarín en el que se cambiaba Sosa siempre hay una luz encendida. También afirma que en 1997, cuando compró el local que estaba casi en ruinas (había estado cerrado varios años, tras albergar una ferretería) alguien le dijo: “Aquí hubo muchos aplausos; todavía flotan en el ambiente”.
Y eso no es todo: “A veces, la radio que está en el bar se enciende sola y hasta se escucha algún tango”, recuerda Aráuz. Son datos que forman parte de la mitología que rodea a Julio Sosa, aquella que surgió después del accidente ocurrido en la madrugada del 25 de noviembre de 1964, en Mariscal Castilla y Figueroa Alcorta. Con su deportivo DKW Fissore, y a gran velocidad, Sosa chocó contra el pilar de hormigón armado de un semáforo. Murió al día siguiente y se hizo inmortal. Pero esa es otra historia.